Thursday, April 13, 2006

los fuegos de Beltane

Los fuegos de Beltane


El motivo de esta mi carta, nació con el humilde propósito de que vuesa eminencia no se sirva juzgarme sin exponerle antes los sucesos y lances que condujeron mi vida.

Fui nacida y criada allí donde a un valle le nacía otro, como prolongación infinita del anterior y así una secuencia múltiple de ondas verdes, que te situaban a medio trecho entre el cielo y la tierra.

Mi infancia transcurría entre trigales y dalles, perolas y simientes, jergones de paja y viguetas de adobe y pizarra. El día comenzaba de noche con leche y pan blanco y sintiendo que no conocía otro vivir diferente, la queja no me salía del alma. Aún así algo me decía, que debían existir otros valles, otros mares, que no tuviesen que ser sembrados y recogidos, otras bestias con la mediana inteligencia para pasear y pastar ellas solas, sin necesidad de que mi perro pastor, ya bizco y viejo, echase a correr ante una posible desbandada, dejando en cada zancada bilis negra.

Entre amaneceres y atardeceres lineales, me planté en los diez años. Las poluciones nocturnas entre madre y padre y los cuatro animales continuaban con normalidad en la planta baja. La tradición popular contaba que el calor de las bestias ayudaba a la mujer. Eran muchas y muy variadas las creencias: mascar hojas de menta o bañarse desnuda al amparo de la luna llena.

Pero el hilo de Ariadna seguía su ruta, fuerte y sólido, aguantando chaflanes y ángulos. Las desmadejadas vidas de mi familia transcurrían diariamente sin apenas dirigirse la palabra, solo lo estrictamente necesario. Todo se limitaba a un corto gruñido cortés de buenos días, un apenas balbuceo gutural inarticulado. Al abrigo de la noche, el tono cambiaba, los gruñidos se volvían más largos y espaciados, acompasados por el dulce ronroneo de la paja.

Eran estos momentos, al abrigo de la oscuridad los que despertaban mi curiosidad. Me entretenía recorriendo con mi mano impúber el cuerpo que se dibujaba debajo de la camisola arpillera.

Mis pequeños pezones apuntaban ya, y la curva prominente y sinuosa que día tras día iba adquiriendo mi cadera, me desconcertaba. Compulsivamente me acariciaba los pelillos fuertes y negros de mi pubis, en un intento por detener un cambio que no entendía y nadie me explicaba.

Corría el año 1390 de Nuestro Señor y con mis primeras sangres conocí a María, la sanadora de la aldea. Un fuerte catarro que madre no había conseguido hacer callar con emplastos de enebro, me condujo a su cabaña. Esta, estaba semiescondida en los alrededores de un hayedo muy tupido, que dejaba penetrar la luz en pequeñas dósis. La otoñada vestía de tierra y ocre los angostos senderos del bosque y yo me entretenía pisando al caminar los diferentes amarillos, teja y los casi negros. Entretenida en mis juegos, y con pocas ganas de visitar a la curandera, una voz cadenciosa y suave me asustó susurrándome un :

“¿ A quien buscas muchacha ?”. Ante mí apareció una bella mujer, muy diferente a las que yo había conocido hasta el momento; olía a menta y a agua y no a tocino añejo y requesón como madre. Tenía unos ojos entre color tostado y quemado y una larga cabellera oliva como su piel. Un poco azarada, le respondí que buscaba a la curandera, me miró e hizo un ademán muy suave con la mano, acariciando el aire, indicando que la siguiera. De camino a su cabaña pude ver como dentro de un capazo de mimbre se arremolinaban todo tipo de tubérculos; el cesto acompañaba el contoneo de la cadera de la recién conocida. De vez en cuando se paraba y mirando hacia su espalda y con un leve mohín me animaba a seguirla, y yo desconcertada por el magnetismo que irradiaba, la seguía en un trance casi hipnótico.

Con el sol situado ya en el oeste, llegamos a su hogar adornado con la austeridad que impone una vida campesina. Una vez dentro me indicó que me desnudase y me examinó con meticulosidad. Seguía sin articular una palabra y una segunda presencia parecía rondar la casa. Intenté dejar la mente en blanco buscando la tranquilidad que me invadió desde que la conocí, una tranquilidad que contagiaban unas manos sus manos firmes y tersas, palpando cada parcela de mi cuerpo recién formado, con seguridad. Yo seguía observándola, era casi intemporal, su cara aniñada acompañaba a un cuerpo fornido. Súbitamente el dedo índice levantó mi barbilla con una delicadeza extrema y afirmó: “Muchacha, debes darte unos baños de lodo en la charca de la ermita”.

Conocía como la palma de mi mano el sitio, habían sido muchas las veces que me había abandonado en el rincón, allí buscaba la soledad del altar, del trigal y del incienso. Pregunté a que se debían las fiebres que hacía tiempo no me dejaban dormir, ladeó la cabeza apartándose el mechón y dejándolo caer con suavidad detrás de la oreja, me miró fijamente y me lo reveló: “aún no se te ha formado el corazón”.

La respuesta me dejó extrañada, no sabía a que se podía referir y la impotencia hizo que un émbolo de agua me inundase los ojos. Al observar mi gesto de dolor, ella por vez primera esbozó una sonrisa, y en décimas de segundo, se le fue alejando la comisura izquierda de la boca de la de la derecha, hasta que comenzó a reír con unas ganas tremendas, enormes, que parecían nacerle de las entrañas, “No chiquilla, ¡no te vas a morir!”, y continuó riéndose. Su risa me calmó, pero aún un escalofrío me recorría la espina dorsal, seguía persistiendo algo vaporoso y fluido, casi etéreo, en el ambiente. Ahuyenté mis miedos con el pensamiento tranquilizador de que era la casa de una sanadora y abstraída en la normalidad que se podía ver en una posible coexistencia con ciertos duendecillos.

Estaba yo en estos pensamientos enfrascada, cuando me despertó su voz ofreciéndose a acompañarme a la ermita dentro de un par de días. Se lo agradecí y convenimos encontrarnos en la ermita el anochecer de un sábado del mes de Junio.

Deshice el camino con una larga lista de preguntas que no encontraban respuesta, azuzada por la curiosidad, llegué a mi chamizo. Cuando entré, madre estaba bordando la cenefa del vestido, que al día siguiente luciría en la romería. Tantas emociones condensadas en un solo día, me dejaron exhausta y me acosté pensando en lo que me podía deparar el destino en los próximos días.

El alba del día siguiente comenzó con el obligado viaje al castillo del feudal para el pago voluntario del diezmo., viento helado corría por la casa en los preparativos. Los rostros curtidos de las familias aldeanas desfilaban con el grano y ganado que llenasen las despensas de Don Pedro de Almenara, señor del valle. Otros años habían asistido solo padre y madre al éxodo estival, pero este año debía ir yo, como una ofrenda más en mi nueva condición de mujer. Todo el año me estuve negando, así que cuando llegó el día señalado, mis padres se extrañaron al no encontrar ninguna resistencia por mi parte pero es que mi cabeza seguía bullendo en el hayedo y en la casa de la curandera.

Sin apenas darme cuenta, y como una autómata, me encontré a la derecha de mi padre ante los ojos de Don Pedro, una mole oro y grana de lardo, mi padre me presentó y noté sus ojos lascivos desnudándome de cuerpo entero. Fue en ese breve momento, cuando me percaté de donde estaba y comencé a tirar del faldón de mi padre, no veía el momento de estar a solas con mi cuerpo.

Después de la romería del diezmo, comenzaron mis propios preparativos para el día siguiente. Y llegó el día, el día que todo lo comienza, aquel que comienza y no acaba.

(... más allá del mar niña

más allá del lugar

el rosal por deshojar )

El pelo suelto oliéndome a espliego, me hacía cosquillas en la cintura, y el andar alegre se me soltaba. Fueron muy pocos los minutos que tarde en llegar, la impaciencia por ver lo que me esperaba me aceleraba la vena de la sien, que cada vez se contraía y dilataba con más rapidez, en un juego espasmódico que me atravesaba toda, como un gran alfiler.

Una vez que rodeé, el último recodo del camino, apareció ante mí la explanada que sería el comienzo. La ermita dominaba la panorámica, al abrigo del caduco avellano; pero la única silueta de la curandera, se prolongaba en una segunda más delgada y de la misma altura. Me esforcé en distinguir la silueta extraña, con el guiño forzado del que quiere ver más. La sien se me aceleraba a intervalos cada vez más cortos.

“Hola muchacha, mi nombre es María y él es mi hermano Rodrigo —me explicó— Hoy me ha acompañado para ayudarme, está aprendiendo”.

Tras la escueta presentación de María, comenzamos el ritual en la ciénaga. Él tenía la misma piel y ojos oliva de ella. Esa mirada fresca, yo ya la había sentido antes, y de repente una punzada en el pecho me trajo el recuerdo, la presencia volátil de María.

Sentía un frío estriado por dentro, como pedazos de arcilla unidos y rotos, una y otra vez la piel me ardía, era tan fuerte el dolor que pensé gritar. El fuego me abrasaba, se me abrían los poros dejando correr el agua que me fluía dentro.

De pie, a las faldas del lodazal, María ya cubierta hasta los tobillos y su presencia a mi espalda, dio comienzo mi ritual de iniciación.

Ella, en un compás lento me desabrochó la camisa y agachándose me extendió suavemente el barro grueso en el pecho izquierdo; tomando la base del músculo, frotándolo en pequeños círculos concéntricos para terminar rodeándolo todo hasta mi pezón. Incapaz de mover ni un solo músculo, seguí donde estaba, María se limpió con cuidado los pies y ni un solo gesto, ni una sola palabra nos anunció que desaparecería cada vez más pequeña en el horizonte.

Su aliento en mi nuca me depositó en el suelo. Comenzó dividiéndome el pelo en tres partes simétricas, enredando en eses una sobre la otra, y estas dos sobre una tercera. Su dedo meñique acompasaba el movimiento de muñeca por el dorso de mi cuello. El cuerpo se me abría y se me cerraba al ritmo que Rodrigo me movía el cuello. A la sombra del avellano, el vello se me erizó y Rodrigo comenzó su tierna exploración como días atrás hiciera su hermana.

Dibujó toda mi cara, con besos de miel recién recolectada, su saliva era dulce y yo no podía recoger todo el agua que me daba su boca. Mis orejas, mi cuello, eran suyos, me recorría suavemente primero un pecho después otro dejándolos desvanecerse como si de mis valles se tratase. Sus ojos me miraban de hito en hito, pidiendo permiso. Llegó a mis tiernos pezones, lamiéndolos, intentando extraer un jugo temprano se deslizó por mi parte más oculta. Lo rodeó y saboreó como si de fruta fresca se tratase; fue en ese momento cuando en un jadeo paralelo, nos miramos, y un pequeño temblor lo introdujo dentro de mí.. No recuerdo el final, pero bailamos al compás del trino de la ciénaga, en perfecto vuelo de apareamiento. Desnudos el uno sobre el otro, Rodrigo en posición fetal con la cabeza entre mis pechos abrazado a mí cintura y yo en estado seminsconciente, saludamos a Beltane, a el solsticio y a la luna llena.

A partir de ese momento, nuestras citas fueron diarias y cada día nos entregábamos más, aunque el desasosiego de la clandestinidad nos envió el matrimonio como sanción de nuestro querer.

Y ahí fue señoría, donde comenzaron nuestra desdicha, la de Rodrigo y mía. Como usted bien sabe, es costumbre extendida en muchos de los dominios de nuestra patria, que en el caso de la celebración de los esponsales - no siendo el contrayente de mayor rango nobiliario -que la novia tenga que ser entregada como parte del diezmo, y sea obligada a pasar su primera noche de casada con su señor feudal, en este mi caso, con Don Pedro de Almenara. Y yo no le digo que la tradición sea cosa mala, que en muchos y muy cumplidos casos es apta, pero no creo, con vuestro permiso y con el de nuestro Señor, que en este caso concreto lo fuera.

Así pues, nuestra boda se celebró, con mucha fiesta y algarabía, pues éramos apreciados entre los nuestros; pero según llegaba la noche, el andar se nos hacía más pesado y lo que era risa por la mañana, ahora se nos descubría en mueca. Llegadas las vísperas, nuestro feudal mandó a su séquito en mi busca. El pendón cuarteado, con las almenaras rojas sobre el fondo púrpura, se balanceaba como una espada de Damocles en los alrededores de nuestra ermita. Todo fue muy rápido, no quise mirar el rostro de Rodrigo, pero en el momento en que el noble se disponía a desprenderse de los calzones, se oyó un redoble de tambores que anunciaban la invasión del Castillo de Almenara.

Fue en ese momento, cuando Don Pedro sin su ayuda de cámara, apareció ante sus súbditos, con una calza subida y otra bajada dando mandobles al viento con su espada. Pero los nuestros eran muchos y muy arrojados; mientras esto sucedía yo permanecía donde se me había dejado; mi mano derecha abrazando a mi mano izquierda, encomendándome a nuestro señor para que Rodrigo no fuese herido y nada malo le pasara. De improviso el ruido cesó y el grito que anunciaba la victoria, fue ensordecedor. Me asomé a la arcada ojival y contemplé algo que no se podrá borrar de mi memoria: a mi buen Rodrigo, empapado en sudor y barro su traje nupcial y a la mayoría de los nuestros danzando abrazados alrededor de la bandera déspota, y al feudal malherido en cuerpo y espíritu, arrodillado junto a su tropa a la sombra de su pendón noble.

A partir de ese momento, hasta hoy, es habitual en las fiestas de San Juan que él ejecute el baile de la bandera en nuestra emita como remedo, a nuestro Don Pedro - que según algunos, se exilió voluntariamente a Tierra Santa - y a nuestro pueblo en horda triunfante.

Hoy han pasado de esto diez años de casados y pensando que nuestro destino era para nosotros y nuestros hijos, vuesa merced me anuncia la prisión que sufre mi esposo advirtiéndome los cargos que pesan sobre él: hereje cátaro, blasfemo y brujo. Yo le digo a usted, que nacimos para abrazarnos primero y más tarde para hacer lo mismo con el campo, que con su fruto nos alimenta y a nuestros hijos a quienes alimentamos en la fe de nuestra Santa Madre Iglesia.. Y que se sirva tener piedad de esta humilde familia..... Rodrigo utiliza sus dotes de sanador con métodos naturales sin invocación ninguna al maligno; que han sido muchas las generaciones en su familia, que le transmitieron su saber, su hermana aún vive y es técnica muy apreciada porqué cura los dolores del cuerpo, que no del espíritu.... emplastos de arcilla y ámbar, manzanilla y miel para el resfriado. No se que más pueda contarle, una pobre e ignorante aldeana, que no sabe hacer otra cosa más que querer; pero le juro por nuestra fe y la de nuestros hijos que nunca osamos hacer ni decir nada fuera del amparo de Nuestra Santa y Madre Iglesia.

Sin más se despide atentamente, esperando vuestra piedad y protección la abajo firmante: María de Rodrigo.