Saturday, January 28, 2006






Os voy a contar



Que por más que nos griten,
a veces no nos oímos......
!despertad !..............id acando el café que nos esperan con un guiño de ola
acabando el café




Que la mar siempre





Coge una manzana y corre.....

Friday, January 27, 2006

Un perfíl chato....


Una inopia adolescente

Era una frase muy recurrente de mi abuela:

- Mira que está tonto el día.


La solía pronunciar de espaldas a la mesa de la cocina, según me servía el desayuno. Yo ensimismada y adormilada aún, untaba mis galletas en el Cola Cao preguntándome si la muletilla obedecía a que el día estaba tonto de verdad, o si en realidad era un mensaje escondido tras un :
Ten cuidado hoy y no me des mucha guerra que no estoy para contemplaciones.


Contemplaciones. Otra de las muletillas habituales, era una de las más peligrosas, de esas de máxima alerta, y que no daban lugar a réplica alguna. La miré, y como seguía enredando en la cocina, acabé el desayuno rápidamente y me fuí hacia la ventana para asegurarme de la afirmación de mi abuela. Pues sí, el día estaba gris, plomizo y tontorrón, tal como había dicho ella. Me acabé de vestir y cuando me quise dar cuenta ya estaba allí ella en el quicio de la puerta con cara de pocos amigos y mi mochila de la mano.

Quicio. Otra de las habituales, aunque es cierto que en otro contexto, el me sacas de quicio, lo decía mucho también. Pero no lo hacía de una manera peyorativa, la mayoría de las veces expresaba una risa contenida. Le costaba mucho reír, era ella todo un gesto adusto y serio. Una mujer de postguerra, una viuda joven con un sentimiento trágico y desconfiado innato, el miedo que les inyectó la guerra y que les había ennegrecido el alma un poco a todos. Era la abuela como ya he dicho, una viuda pensionista de luto riguroso, con una paga cómo decía ella, que no daba para mucho, pero que estiraba y estiraba como el chicle, con la dignidad que sólo da el sufrimiento enquistado.

De esta manera la subida de la de la bombona de butano, de la luz o del pan, eran asuntos de primer orden, bueno, eso y el pago mensual de la funeraria. El pan era uno de los indicadores económicos del país por aquellos años. Ella siempre hacía comentarios sobre el pan ligados a un personaje político que no era muy de su agrado, gallego para más señas, decía siempre: Éste cada vez que abre la boca, hace subir el pan, y yo claro, me lo tomaba de una manera literal y le odiaba profundamente, porque por su culpa me quedaba bien poco para sisar del pan a la abuela y comprarme unas pipas, o cualquier chuchería, pero debía ser un sarcasmo suyo porque el precio del pan se ha estabilizado, no se puede decir lo mismo de la cadera del renombrado político.

Los ojos me brillaban divertidos mientras repensaba las muletillas habituales de la abuela y la alta producción léxica de su jerga habitual, cuando de repente ví asomar con peligro otras dos locuciones muy habituales en ella :inopia y estontonar, así que me lancé hacia la percha, enganché mi plumífero y mi mochila y me lancé como un potro salvaje escaleras abajo al grito de ¡Adiós Pepa! que sabía yo que le ponía de muy mal humor que las vecinas me oyesen vocear a grito pelado por el hueco de la escalera.

Inopia, estás en la inopia, me iba repitiendo como un soniquete. Sonaba bien, inopia de adolescente, inopia entre las inopias, inopia ensimismada, inopia permanente, pensaba, vivía y sentía en la inopia, campos de inopia como campos de girasoles, iba y venía entre inopia y en babia, iba a tener razón la abuela


Miré el reloj, eran las 8,45.Manolo solía llegar sobre menos diez avenida arriba, así que debía hacer tiempo. No sabía si me gustaba mucho, poco o regular, yo aún no sabía que era eso del amor, pero a él si le gustaba yo, lo sabía medio instituto, porque no le importaba contarlo, era un tipo sincero y directo. Así que andaba un poco perdida, en mi inopia de amor juvenil, me dejaba querer, de la manera que me dejo yo, aún a día de día de hoy, un poco de refilón, que para las cosas del querer, como dice la copla, soy yo muy mía.


Como tenía que hacer tiempo saqué de la mochila el último libro que estaba paseando, las flores del mal de Baudelaire, me acuerdo. No entendía nada de nada del libro, ni al poeta francés, ni su poesía. Años más tarde pude llegar a comprenderle y hasta a estudiarle, pero en aquel momento buscaba una apariencia enigmática e insondable que sólo podía darme el escritor maldito, cuando todavía todos los míos andaban buscando aún las golondrinas becquerianas. Así que me enzarcé por undécima vez con el libro en lo que aparecía Manolo y un cigarrillo que había guardado como oro en paño. Y es ahora cuando lo pienso que hace falta ser imbécil para estar apoyada en una pared al raso, a tres bajo cero, medio dormida , con un libro que no entiendes y un cigarro que te sabe mal, esperando a un chico que no me gustaba, pero él me hacía caso y despertaba mi complejo de Electra impúber. Pero para eso era yo una adolescente como está mandado, y había venido al mundo a sufrir, cómo la mayoría de los chicos y chicas de mi edad. Teníamos que sufrir, si señor, y lo que era el más difícil todavía, que la humanidad viese que sufríamos, porqué sino no tenía gracia la cosa.

Por fin me pareció ver a Manolo al fondo de la calle con sus andares desgarbados y sus gafitas redondas de montura dorada. Es verdad que no me gustaba nada, pero al pobre al verme se le dibujaba una sonrisa de oreja a oreja, y eso para una niña que aún no ha dejado de serlo y que encima distaba mucho de ser mujer, despertaba en mi alma de adolescente trágica de barrio obrero, un sentimiento extraño de vanagloria, y así elevaba algo ese vacío profundo de incomprensión y martirio que sentía cada día
Llegó a mi altura y le saludé con desapego, de igual a igual, como exigían los cánones del momento. Culos y témporas, churras y merinas. y ya lo decía la abuela ya, confundes el culo con las témporas y las churras con las merinas , hija. Así que nos encaminamos hacia el instituto con nuestros andares perezosos y deshilachados, y un poquito adormilados aún.

En realidad yo no andaba, trotaba, que quedaba mucho más aparente e inconformista, era un deslizarse casi reptando, teníamos que escenificar una apatía juvenil, y esto era también parte del decorado.


Glosopeda. Así se refería mi abuela a mis andares, pareces una vaca con glosopeda, me repetía. Era otra de sus locuciones habituales, que ahora me despiertan una carcajada cada vez que me acuerdo, pero que en aquellos años no me hacía ninguna gracia. Y es que la abuela me educaba a su manera, cómo buenamente sabía y podía. Yo me enfadaba muchísimo cuando soltaba sus barrabasadas en público, que para eso me molestaba yo en dar una imagen de quinceañera rocosa y difícil.

Así que el día transcurría anodino entre clases que me gustaban más como las de Arte, o Literatura, el Inglés o la Historia, y otras que no me gustaban nada, cómo las de Matemáticas, que eran las horas que solíamos aprovechar para calentar muñecas al abrigo de cualquier futbolín del barrio, y meternos un buen bocadillo de tortilla de patata. Manolo de vez en cuando se dejaba caer entre horas por mi clase, con alguna excusa tonta, porque estábamos en clases diferentes y él era un año mayor y aquello me daba mucho empaque y prestigio ante mis compañeros. Era muchísimo más adulta que ellos, que para eso tenía yo un novio alto, en segundo de bup, y un año mayor además. El día transcurría así, anodino, entre sirenas de clase y cigarros apurados en los pasillos, hasta que llegaba la hora de volver al vientre ya seco de mi abuela.


Siempre al llegar a casa me encontraba alguna visita, alguna vecina, o una sobrina, aunque la mayoría de las veces eran una prima segunda suya o su hermana pequeña. Se contaban entre ellas en una larga letanía monocorde sus achaques, pero siempre ganaba mi abuela que para eso tenía la salud más migada que ninguna, aunque lo hacía de una manera un tanto cruel, con aquello de :Hija, tú te quejas de vicio.

Yo siempre saludaba cortésmente y devoraba a toda prisa mi merienda para unirme divertida al grupo con la esperanza de poder dar algún zarpazo verbal, mientras observaba de reojo la mirada de advertencia de mi abuela. Me veía venir.
Irónica, yo de mayor quería ser irónica, ni enfermera ni maestra, irónica. Así mi todavía verde sarcasmo conseguía acelerar la despedida de la visita, ante la mirada entre divertida y agradecida de la abuela.
Zascandil, que eres un zascandil. Ironía impertinente, zascandil en ciernes, inopia de niña que se creía mujer.

Una vez conseguido mi propósito y en lo que la abuela recogía los restos de la loza cómo decía ella, yo me iba a la salita pequeña a leer al abrigo del brasero. Ella aparecía al rato y se sentaba a mi lado, la mayoría de las veces a coser y yo de vez en cuando le enhebraba la aguja porque ya veía poco, y así transcurríamos en silencio un buen rato.


Notaba cómo me miraba de refilón con su cara de niña curiosa y era entonces cuado me preguntaba admirada que qué era lo que leía, y yo muy seria le respondía:

- A Baudelaire, abuela. Un escritor francés, drogadicto y proxeneta.


La cara se le descomponía, y siempre bajaba la mirada hacía su labor de costura y decía:
-Hija, eres más rara que un perro verde.


Perro verde veronés, zascandil de niña vestida de verde lorquiano. Inopia pequeña.

Y yo me reía con el alma y le pedía que me contase cuando se sentaba en el pozo ciego del pueblo a leer para los niños de su edad, porque era de las pocas que sabían leer, y me enorgullecía profundamente de mi abuela leída y lista. Después siempre solía coger alguna revista atrasada del revistero y le iba preguntando por fulanita o por menganito, y ella me iba explicando quienes eran unos y otros, ante mis comentarios irónicos, de zascandil en la inopia, sobre lo relajada que parecía una , o lo amanerado que parecía el otro.
El tiempo pasaba así apacible en nuestra salita mientras me decía aquello de : Píllame el hilo, hija. Y yo lo pillaba y lo enhebraba matando siempre al bueno buenísimo y casando a los malos, y ella sólo susurraba cuando la informaba :

-Serán pendones.



Pendones. Lo decía también mucho, sobre todo a propósito de un anuncio de desodorante de aquella época, que siempre solían emitir a la misma hora. Era una walkiria rubia, que corría desnuda en una playa de arenas blancas forrada de palmeras tropicales La abuela se las ingeniaba para trastear en ese momento en el cajón que había debajo del televisor con el cestito de la costura, el tiempo suficiente para que yo no viera ese acto de sinvergonzonería cómo decía ella, pero de eso me di cuenta muchos años más tarde. Y es que a la abuela no le gustaban los zarrios de por medio.

Zarrios. Vas hecha un zarrio. Un zarrio zascandil de mujer verde.

Y los calcetines de lana verde también, que ella ya se había molestado en calentar debajo de la faldilla para cuando nos fuésemos a la cama. Y el colchón de lana hueca y mullida con la bolsa de agua caliente, y su olor a mi lado de carne enjuta , vieja y limpia impregnada en agua de rosas. Y su, reza hija, y mi retahíla de labios que vibraban bajito declamando la canción del pirata de Espronceda, y su última advertencia risueña en duermevela:

-Vas a ir al infierno directita hija, por pendón desorejado.

Wednesday, January 25, 2006

Fotogramas segunda serie










Fotogramas primera serie















Fotograma a fotograma






Heidi es lebaniega

Me lo dijo sin tapujos, que se iba a morir pronto. No tenía ningún diagnóstico, estaba sano y era mi primo. Era artista a tiempo completo, y vivía de su arte provocador y sutil.

Nos habíamos reunido en la boda de una prima común, coincidíamos de guindas a uvas, Javier estaba a mi derecha, y a su lado su pareja, una japonesa más española que todas las que estábamos en la mesa, que ahora tendría unos treinta y pocos y artista como él . Kaoru cogió un día un tren por Europa y se quedó en España, dónde se conocieron y pasaron a comer juntos macarrones recalentados, y vivir de su trabajo. Ahora van y vienen a Lisboa y Berlín dónde trabajan y su obra es reconocida.Así que entre el lomo de merluza asada con crema ligera de ajo, picada de de tomate y huevas de trucha y el sorbete de Maracuyá, Javier me iba describiendo cómo había realizado un montaje de vídeo para intentar explicar hasta que punto estábamos mediatizados y atontados en esta era global.

Era un transgresor, y lo que era más sorprendente, vivía de ello y vivía plenamente. Me explicó como se metió en un cyber café y escribió a un programa de la televisión de esos dónde aparecían madres que agradecían a sus hijos el amor filial que les profesaban, o niñas repintadas de mujer que proclamaban a los cuatro vientos que pese a todo querían a sus novios o maridos independientemente de que fuesen drogadictos, alcohólicos o ludópatas. Argumentó que tenía treinta dos años y que era virgen, y contó en el programa su problema, sin sus gafas de miope, mientras su viejo vídeo vhs grababa el espacio televisivo, para quince días más adelante ir a otro programa de las mismas características presentado por un gay muy de moda, esta vez para contar que compartía su vida con dos novias a la vez, pero antes de dejar grabando su aparato de video se rapó la melena y se colocó sus gafas.

El montaje de vídeo fue premiado, como todo lo que hacía Javier y mi sorbete de Maracuyá acabó derramado por todo el mantel y tuve que retocarme en el lavabo el rimel que campaba a sus anchas por toda la cara. En tanto Kaoru seguía sacando escenas en vídeo de la boda, mientras todos gritábamos alentados por el vino blanco viña Mocén que era una vergüenza que hubiesen contratado a una pobre asiática y a cuatro duros además, que seguro que no tenía papeles y que no éramos europeos ni nada que se le pareciese

El cochinillo asado con cous-cous de manzana, orejones y patatas a la vainilla pasó de largo por nuestra mesa, dónde ya era imposible pedir la vez para hablar, y las carcajadas fueron solapando el rulo de chocolate con mascarpone y helado de hierbabuena, que mi prima y su ya marido seguro que habrían elegido con todo el cariño. Seguramente si en aquel momento nos hubiesen puesto el brazo incorrupto de Santa Teresa en la mesa, que por cierto reposaba a apenas un kilómetro del restaurante dónde celebrábamos la boda, hubiésemos encontrado un motivo de celebración y lo hubiésemos cambiado por la sopa fría de mango con espuma de yogur que nos acababan de servir.

Disfrutaba imaginando el vídeo que me contaba en ese momento Kaoru que había ambientado en el desfiladero de la Hermida y retocado luego con un programa de diseño gráfico, y de cómo me explicaba en un perfecto castellano como se había caracterizado de Heidi y había fusionado las imágenes, o de cómo había grabado hacía apenas un año a un grupo de baile charro a ritmo de rap.

No pude llegar consciente al cava Parnás así que hice la maleta para volver a la ciudad costera con una sonrisa plena en la cara, un poco de resaca y los pies llenos de tiritas.(Continuará)